En la historia de la ciencia del siglo XX, pocos nombres despiertan tanto debate como el de Julius Robert Oppenheimer (1904-1967). Brillante físico teórico, políglota, amante de la literatura y la filosofía, y figura central del Proyecto Manhattan, Oppenheimer se convirtió en uno de los símbolos más complejos de la relación entre ciencia, poder y responsabilidad ética.
Un joven prodigio de la física
Nacido en Nueva York en el seno de una familia acomodada, Oppenheimer demostró desde temprana edad un talento excepcional para las ciencias y las humanidades. Estudió en Harvard y luego en Cambridge, donde su carácter intenso y su ambición lo llevaron a trabajar con algunos de los grandes físicos de la época. En la Universidad de Gotinga, en Alemania, estudió bajo la dirección de Max Born y se relacionó con figuras como Werner Heisenberg, Niels Bohr y Paul Dirac, formando parte de la primera generación que desarrolló la mecánica cuántica.
Durante la década de 1930, ya en Estados Unidos, Oppenheimer trabajó en la teoría cuántica de campos y en astrofísica, anticipando conceptos como los agujeros negros antes de que fueran ampliamente aceptados.
El Proyecto Manhattan
La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y la creciente preocupación por el desarrollo de armas nucleares en la Alemania nazi motivaron la creación del Proyecto Manhattan (1942-1946), un programa secreto para construir la primera bomba atómica. Oppenheimer fue elegido director científico, y estableció el laboratorio central en Los Álamos, Nuevo México. Allí reunió a algunos de los mejores científicos del mundo, incluyendo a Enrico Fermi, Richard Feynman y Hans Bethe.
El trabajo culminó el 16 de julio de 1945 con la prueba Trinity en el desierto de Alamogordo. Oppenheimer, observando el resplandor de la explosión, recordó una frase del texto sagrado hindú Bhagavad-gītā: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos.”
Hiroshima, Nagasaki y el dilema moral
Pocas semanas después, las bombas Little Boy y Fat Man fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, causando decenas de miles de muertes inmediatas y aún más por efectos de radiación. Aunque el proyecto cumplió su objetivo militar de acelerar el fin de la guerra, Oppenheimer quedó profundamente afectado por el uso real de la arma que había ayudado a crear. Ante el presidente Harry S. Truman, expresó que sentía tener “sangre en sus manos”, a lo que Truman respondió con frialdad.
Del héroe nacional al “riesgo para la seguridad”
Tras la guerra, Oppenheimer se convirtió en una figura clave en el debate sobre el control internacional de la energía nuclear, oponiéndose al desarrollo de la bomba de hidrógeno. En plena Guerra Fría, sus posturas políticas y sus antiguos vínculos con intelectuales comunistas lo convirtieron en blanco de sospechas. En 1954, fue sometido a una audiencia por la Comisión de Energía Atómica que, aunque no lo acusó de traición, le retiró su autorización de seguridad. Fue un golpe devastador a su carrera y reputación.
Últimos años y legado
Rehabilitado parcialmente en los años 60, Oppenheimer dirigió el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde trabajó junto a Albert Einstein. En 1963 recibió el Premio Enrico Fermi como reconocimiento tardío. Murió en 1967 de cáncer de garganta.
Hoy, Oppenheimer es recordado como un científico brillante atrapado en la paradoja de su propio éxito: su intelecto cambió la historia, pero también abrió la puerta a una era de destrucción sin precedentes. Su vida plantea preguntas que siguen vigentes: ¿hasta dónde debe llegar la responsabilidad de un científico en el uso de sus descubrimientos? ¿Puede la ciencia ser moralmente neutral cuando sus aplicaciones afectan a la humanidad entera?
En sus propias palabras: En el debate sobre el bien y el mal, la ciencia no nos puede salvar. Esa decisión sigue siendo humana
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