Rosalind Elsie Franklin (1920–1958) fue una química y cristalógrafa británica cuya precisión científica y visión meticulosa cambiaron para siempre la biología molecular. Sin embargo, su nombre permaneció durante décadas en las sombras de la historia, eclipsado por el reconocimiento que otros recibieron gracias a los datos que ella produjo. Hoy, su figura es reivindicada como una de las mentes más brillantes del siglo XX y una pionera en la comprensión de la estructura más fundamental de la vida: el ADN.
Franklin nació en Londres en el seno de una familia judía culta y progresista. Desde pequeña mostró un interés inusual por la ciencia y una mente analítica que la distinguía de sus contemporáneos. Estudió química en el Newnham College de la Universidad de Cambridge, donde se graduó con honores en una época en que pocas mujeres tenían acceso a la ciencia académica. Su carrera comenzó en el Laboratoire Central des Services Chimiques del Estado, en París, donde aprendió técnicas avanzadas de difracción de rayos X, un método que permite determinar la disposición tridimensional de los átomos en una molécula. Esa técnica se convertiría en su herramienta esencial.
En 1951, Franklin se unió al King’s College de Londres, donde comenzó a investigar la estructura del ADN (ácido desoxirribonucleico). Allí, junto a su estudiante Raymond Gosling, obtuvo las imágenes más precisas jamás registradas de esta molécula, gracias a su dominio técnico y a su meticulosa preparación de fibras de ADN. La más famosa de estas fotografías, conocida como “Fotografía 51”, mostraba un patrón de difracción en forma de X, la huella inequívoca de una estructura helicoidal. Esa imagen fue el punto de inflexión que permitió entender cómo se organizaba el material genético.
Sin su conocimiento ni consentimiento, la “Fotografía 51” fue mostrada por Maurice Wilkins (su colega en el King’s College) a James Watson y Francis Crick, quienes la utilizaron como evidencia crucial para construir su modelo de la doble hélice en 1953. Aunque Franklin ya había llegado a conclusiones similares de manera independiente —identificando que el ADN tenía dos cadenas complementarias dispuestas en espiral y que los grupos fosfato se ubicaban hacia el exterior—, fue excluida del reconocimiento formal. En 1962, el Premio Nobel de Fisiología o Medicina fue otorgado a Watson, Crick y Wilkins, sin mención alguna a Franklin, quien había fallecido cuatro años antes.
A pesar de esta injusticia histórica, su legado va mucho más allá del ADN. Después de dejar el King’s College, se trasladó al Birkbeck College, donde aplicó su pericia cristalográfica al estudio de virus, especialmente el virus del mosaico del tabaco y el virus de la polio, sentando las bases para la biología estructural moderna. Sus investigaciones demostraron que poseía una visión científica integradora, capaz de conectar la estructura molecular con la función biológica.
Rosalind Franklin murió prematuramente en 1958, a los 37 años, víctima de un cáncer de ovario, probablemente agravado por su exposición prolongada a la radiación de los rayos X. Trabajó hasta sus últimos días, sin abandonar nunca su rigor ni su pasión por la ciencia.
Hoy, Franklin es reconocida como una figura esencial en la historia de la biología y la igualdad en la ciencia. Su vida representa la lucha por el mérito científico en un entorno dominado por prejuicios de género, pero también la fuerza del intelecto frente a la invisibilización. Más allá de las controversias, su legado brilla en cada descubrimiento genético contemporáneo, desde la biotecnología hasta la medicina molecular.
Rosalind Franklin no solo capturó una imagen del ADN: capturó la imagen de la vida misma. Su precisión, paciencia y rigor abrieron una ventana hacia el código fundamental que nos define, y su historia nos recuerda que detrás de cada avance científico hay una mirada que supo ver lo invisible.
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